
EL BRUJO NEGRO
MICRORRELATOS
Nicolás J. Marinelli

Parado en la soledad de aquel monte, el Brujo Negro pronunció las palabras prohibidas y dejó caer algo de su sangre sobre la fría losa de granito. El aire a su alrededor se heló súbitamente, y un portal gigantesco apareció de la nada, oscureciendo el cielo diurno.
Desde el interior, un demonio aterrador extendió sus enormes alas mientras emergía. Una vez fuera, el abominable ser se detuvo a contemplar al anciano que había osado invocarle, y, a través de unos ojos que parecían brasas incandescentes, dirigió su fría mirada directo al interior del Brujo.
El Brujo, tomando coraje, ordenó al demonio:
—Destruye a todos mis enemigos. Que no quede ni uno solo de ellos sobre la faz de la Tierra. Quiero ver sus cabezas rodar a mis pies —y, tragando saliva, gritó—: ¡Hazlo ya mismo, vete ahora!
El demonio batió sus alas y desapareció tras una cadena montañosa. Un tiempo después, el demonio regresó con una bolsa grande, llena hasta el tope.
—He terminado con todos tus enemigos —dijo, dejando caer la bolsa al suelo frente al Brujo. Desde la bolsa rodaron unas cuantas cabezas.
—¿Están todos? —preguntó el Brujo, frotando sus manos escuálidas.
—Todos —asintió el demonio—. Excepto uno. A ese no puedo matarlo... a menos que tú lo pidas explícitamente.
—¡Pero claro que te autorizo, demonio estúpido! Para eso te he invocado. Todas las cabezas de mis enemigos deben rodar ante mí. Nadie se salva de mi ira. Nadie, ¿está claro? —escupió el Brujo, encolerizado.
El demonio guardó silencio y sonrió. Y, con un solo movimiento de sus largas garras, cercenó la cabeza del Brujo, que rodó hasta detenerse a sus pies.